jueves, 15 de septiembre de 2011

Triste realidad.

Me quedé con las ganas de hablar en más de una ocasión, unas ganas horribles, de ésas que te comprimen los pulmones y te aplastan el pecho. Ganas de decir cosas insospechadas, cosas que podían herir o salvar. Cosas. Podría haber dicho tanto y esas palabras se quedaron ancladas en mi pecho, pugnando por salir, por asomarse al mundo y hacerlo un lugar, no mejor, pero sí distinto. Es muy difícil quedarse sentada y esperar mientras contemplas como tu mundo se hunde por tu culpa, por ser cobarde, por no atreverte a decir "te echo de menos", "no te quiero" o "perdóname". Pero, el orgullo y la ansiedad pueden más, no saber lo que las palabras pueden depararme me impide soltarles la correa y me quedo quieta mientras observo, como si fuera una mera espectadora, una vida que estoy viviendo pero no deseo vivir. Es complicado, lo sé, no es admisible que me comporte de esta manera y, sin embargo, todos los errores que he cometido durante mi vida por hablar, por ser sincera, me ponen el freno. Ya no sé cómo actuar, no sé qué hacer, no sé tomar las riendas de mi vida y, es igual, porque no me atrevería a poner la mano en el fuego. A nadie se le ocurre poner la mano en el fuego porque se puede quemar.

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