domingo, 5 de febrero de 2012

Frío en los huesos.

Se estremeció delante de todos sus recuerdos. No se lo podía creer. Desde pequeña papá le había enseñado que todo debía estar controlado, organizado, cronometrado al segundo. Esa era su ley, la de papá, y la de ella también con el paso de los años. Hasta los diecisiete. Y ahora todo estaba descontrolado. Allí estaba ella, sepultada en la penumbra de la noche de luna creciente sintiendo como las escarpadas rocas de la costa le arañaban los pies y apenas cubierta por una camiseta que él le había prestado una de las mil noches que había pernoctado en su apartamento de bohemio escritor. Las cartas, las fotos, la cámara, los discos, los colgantes y todos aquellos recuerdos que ella había ido recopilando durante dos años yacían en el árido suelo, junto a sus lágrimas y, aunque apenas alcanzaban el palmo de altura, parecían cernirse sobre ella mientras el viento, furioso, hacía ondear su pelo largo y moreno, como si quisiera arrancárselo. Lloraba desconsolada, sin esperanza, sin rencor, sin furia. Lloraba como si estuviera moribunda, como si el mundo hubiera dejado de ser un hogar, hubiera empezado a ser un infierno. Lloraba desamparada y su llanto era tan desgarrador que podría haber descongelado el corazón del más carente de sentimientos de los hombres. Sus lágrimas no conocían barreras y su dolor no creía en los límites. Su amor la había destrozado, su pena no tenía cura y, a pesar de sus diecinueve años, cualquiera que la hubiera visto agazaparse con un terror inaudito contra los pocos recuerdos que le quedaban de él y que, poco antes, había planeado destruir podría haberla confundido con una niña de tres. Echaba de menos a su padre ahora que había perdido a Dimitri, si él estuviera con ella le diría qué hacer. Pero la había abandonado al enterarse de que su pequeña se había enamorado de un escritor suízo sin fortuna que, a pesar de su talento, no había sido capaz de alcanzar la fama y le había jurado que nunca la perdonaría. Ella se había lanzado a los brazos de Dim sin temor y el chico, que era soñador y optimista, la había convencido de que su autocontrol no era necesario, de que todo saldría bien. Ella siempre mantuvo la fe. Hasta esta mañana cuando su pequeño suízo dejó brotar su último aliento y se desvaneció entre sus brazos. Estaba tan perdida y hacía tanto frío en esas rocas del norte de España en el mes de octubre... Su fuerza desaparecía por momentos pero concentró toda su energía y en un último susurro agónico exclamó:

- Dimitri... Papá...

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